La educación, nuestra misión

La educación, nuestra misión
Supervisión Escolar No. 106.

lunes, 15 de agosto de 2011

Libertad y creatividad en la educación


Carl Rogers

H. Jerome  Freiberg

Libertad y creatividad
en la educación

Capítulo III - COMO MAESTRO, ¿PUEDO SER YO MISMO?

¿SE PUEDE SER HUMANO EN CLASE?

Cierta maestra amiga mía, sabedora de que yo me disponía a escribir este capítulo, formuló esa pregunta a su clase. Una de las respuestas –que es típica de muchos–comenzaba con un «¡Sin duda, eso no es posible!» y proseguía con algunas elocuentes razones por las que tanto los alumnos como los profesores consideran absolutamente imposible ser auténticos seres humanos dentro del contexto de la clase.

La clase común y corriente
En primer lugar, más de una maestra, durante toda su formación y experiencia profesional, se ha ido condicionando para considerarse experta, transmisora de información, guardiana del orden, evaluadora de los resultados, examinadora y, por último, la que dictamina respecto de esa meta de toda «educación» que es la calificación. Cree a pie juntillas que podría resultar aniquilada si se permitiese aparecer como el ser humano que realmente es. Sabe que no es tan docta como parece, que como disertante y transmisora de información tiene sus días buenos y sus días malos y que a veces incluso merecería una mala nota si se mostrara tal cual es se le formularían reparos a los que no podría responder sino con un «¡Qué sé yo!». Se da cuenta de que, de establecer una plena intercomunicación con sus alumnos, habría algunos que llegarían a agradarle mucho y otros por los cuales sentiría verdadera antipatía. ¿Qué ocurriría en tal caso con su «objetividad» para calificar? Y lo que es peor todavía, suponiendo que alguno de los alumnos que ella realmente aprecia se desenvolviese mal en sus tareas, ¡en qué aprietos se vería! ¿Podría asignar una calificación baja a alguien a quien ella aprecia? Otro riesgo consiste en que, de existir una auténtica intercomunicación, podría haber alumnos lo bastante atrevidos como para decir que la clase les parece muy poco interesante y apenas relacionada con los asuntos que en realidad les importan. En síntesis, podría ser muy arriesgado permitir que los alumnos la conozcan como persona. E inclusive ese riesgo quizá fuese intrínseco para ella, puesto que se volvería vulnerable. Y hasta podría serle peligroso desde el punto de vista profesional, pues se ganaría la reputación de ser una maestra de pocos méritos, de prestar más atención a los alumnos que al programa del curso y de tener una clase ruidosa donde los alumnos parlotean en exceso.
De ahí que, tal vez como la mayoría de los profesores, prefiera andar sobre seguro y, en consecuencia, se sujete bien la máscara, no se aparte de su papel de experta, conserve su «objetividad» a toda costa y guarde la debida distancia entre ella–como la persona de más jerarquía dentro del aula–y los alumnos–en su papel subalterno–para de esa manera preservar su derecho a actuar como juez, como evaluadora y a veces como verdugo.
Con todo, más de un estudiante tiene también su afectación y a menudo su máscara es más impenetrable todavía que la del profesor. Si busca que se tenga buen concepto de él como alumno, asiste a clase con regularidad, mira sólo a la profesora y se afana por tomar apuntes. Poco importa que, mientras la mira tan atentamente, esté pensando en la cita del fin de semana o que, cuando baja la vista, sea para escribir alguna carta en el cuaderno o para pensar si acaso habrá llegado el cheque de su familia. A veces tiene realmente el deseo de aprender lo que aquélla está exponiendo, pero aun así su atención se desnaturaliza a causa de dos interrogantes: «¿Qué inclinaciones y preferencias tendrá la profesora en este asunto para que yo pueda adoptar el mismo criterio en mis trabajos escritos?» y «¿Qué será, de todo lo que está diciendo, lo que va a preguntar en el examen?». Si el estudiante formula preguntas, éstas llevan el doble propósito de exhibir sus propios conocimientos y abrir el consabido repertorio de interés e información que tiene el docente. No hace preguntas que puedan poner en aprietos o dejar al descubierto su ignorancia. No le importa lo que le parezcan el curso, el profesor ni sus condiscípulos. Tales opiniones se las guarda cuidadosamente para sí puesto que lo que quiere es aprobar el curso, tener buena reputación entre los profesores y dar así un paso adelante en pos del ansiado título que tantas puertas le abrirá cuando lo posea. Después podrá olvidar todo eso y empezar a vivir realmente.
O sea que, para miles y miles de estudiantes, resulta por demás arriesgado mostrarse como verdaderos seres humanos en clase dado que para el alumno eso significaría dejar aflorar sus emociones, digamos sus sentimientos de indiferencia, el resentimiento que experimenta por la discriminación de que se le hace objeto, los ocasionales estados de real entusiasmo, los sentimientos de envidia hacia sus condiscípulos, sus sensaciones de desasosiego por la incómoda situación en que queda su familia al irse él de su seno, el profundo desencanto o la verdadera dicha que experimenta con su amiga íntima, sus deseos de aprender cosas importantes, su viva curiosidad respecto de las cuestiones sexuales, de los fenómenos psíquicos y de la política del gobierno, etcétera.
Así pues tanto para él como para el profesor, es mucho más seguro mantener la boca cerrada, conservar la calma, terminar el curso, no armar revuelos y conseguir sus certificados. En síntesis, no le interesa correr el riesgo de ser humano en clase.
Quizá yo sea demasiado tajante, pero estoy seguro de que a nadie se le pasa por alto la comedia que todos los años representan miles de profesores y cientos de miles de estudiantes.
En esa atmósfera denominada «educativa» los alumnos se vuelven pasivos y apáticos y se aburren. Por su parte, los profesores, que día tras día se empeñan en impedir que se manifieste su verdadero yo, se transforman en superficiales clichés y acaban por malograrse.
Veamos ahora algunas manifestaciones de un grupo de ocho estudiantes (algunos de enseñanza media y otros universitarios) de la zona de Boston, de diversa extracción económica:

El colegio no es más que el sitio donde uno se encuentra con sus amigos. Las clases son algo que uno tiene que soportar.
¡Las disertaciones son tan aburridas!
Algunos profesores me gustan como amigos; pero cuando se ponen en su papel de maestros también son aburridos.
Los estudiantes no tienen agallas para encarar a los profesores ni a las autoridades y decirles lo que piensan.
Antes de empezar el colegio, yo hurgaba en libros y enciclopedias, pero al cabo del primer año ya no puedo ni verlos.
Quisiera que todo se viniera abajo, que los colegios ardieran hasta los cimientos y se empezara de nuevo.

Ahora, lo que quisiera preguntar es lo siguiente: ¿Es necesario este brutal descontento? ¿No podría ser la clase un lugar apasionante, donde aprender cosas trascendentes vinculadas con los problemas de la vida. ¿No podría ser un sitio de enseñanza recíproca, donde los unos aprendiesen de los otros donde el profesor aprendiese de la clase y la clase e profesor? No sólo creo que eso es posible, ¡sino que lo he visto! Si no tuviese la más profunda certidumbre de que eso puede convertirse en realidad en millares de aulas, no estaría escribiendo este libro.
Pero, ¿cómo? Intentemos introducirnos en los entresijos del asunto.

Lo que yo mismo he aprendido
Yo encontré mi camino para ser humano dentro de la clase por algo así como una puerta trasera. En mi carácter de asesor psicológico observé, tratando a estudiantes y a otros individuos con problemas de angustia personal, que el hecho de hablarles, de aconsejarles, de explicarles las circunstancias y transmitirles el significado de su conducta no contribuía a nada. Poco a poco, sin embargo, comprendí que confiando más en su condición de seres humanos intrínsecamente aptos, siendo auténtico yo mismo con ellos y procurando entenderlos en su forma de sentirse y de percibirse desde dentro se iniciaba un proceso constructivo: comenzaban a desarrollar un autoconocimiento más claro y profundo, a ver qué debían hacer para solucionar su angustia y a tomar medidas que contribuyesen a hacerlos más independientes y resolvieran algunos de sus problemas.
Pero este conocimiento, importante para mí, hizo que me cuestionara mi papel como profesor. ¿Cómo podía confiar en que mis clientes en ese asesoramiento actuasen con sentido constructivo, si yo casi no confiaba de la misma manera en mis alumnos? De suerte que, a tientas y dubitativamente, comencé a cambiar el enfoque de mis clases
Para mi asombro comprobé que mis clases se convertían en lugares de aprendizaje más animados cuando dejaba de ser el maestro. No fue fácil, sino que, antes bien, sucedió de manera gradual; pero cuando comencé a confiar en los alumnos me encontré con que lograban cosas estupendas en la comunicación de unos con otros, en el aprendizaje de los temas del programa del curso y en su florecer como seres humanos en desarrollo. Más que nada me infundieron ánimos para ser yo mismo con mayor soltura, lo cual derivó en una profunda interacción. Me contaban lo que sentían y me planteaban cuestiones en las que yo nunca había pensado. Comenzaron a bullir en mi cabeza ideas que para mí eran nuevas y apasionantes, pero que también lo eran para ellos, según pude observar. Me parece que traspuse cierto límite crítico cuando, al iniciar un curso, lo hice más o menos con estas palabras:
Este curso está dedicado a la teoría de la personalidad (o lo que fuere). Pero lo que hagamos con él depende de nosotros. Podemos organizarlo en torno a los objetivos que queramos alcanzar dentro de ese campo muy general. Podemos orientarlo de la manera que nos plazca. Podemos convenir entre nosotros cómo manejar esos espantajos que son los exámenes y las calificaciones. Tengo muchos recursos listos para emplearlos y puedo ayudaros a encontrar otros. Uno de esos recursos creo que soy yo, de modo que estoy a vuestra disposición para lo que gustéis. No obstante, esta clase es nuestra. ¿qué vamos a hacer con ella?

Lo que estas palabras decían en realidad era: «Tenemos libertad para aprender lo que queramos y como queramos», lo cual hizo que el clima general de la clase fuese diferente. Si bien hasta entonces jamás había pensado en expresarme de esa manera, en ese momento el maestro y evaluador que yo era se convirtió en facilitador del aprendizaje, tarea ésta muy diferente de aquélla.
La reacción, empero, no fue en manera alguna enteramente positiva. En tanto que algunos alumnos se sintieron aliviados con suma rapidez y comenzaron a tomar la iniciativa, otros asumieron una actitud sobre todo de suspicacia: «Eso suena bien; pero, francamente, han sido tantas las patrañas de los profesores que no le creemos. ¿Cómo va a hacer usted para calificarnos?». Otros se mostraron indignados: «Bastante dinero he debido pagar para venir aquí a que usted me enseñe, ¡y ahora sale diciendo que tenemos que aprender las cosas por nosotros mismos! Me siento defraudado». Sin embargo, como yo comprendía muy bien por qué los estudiantes podían tener esas reacciones negativas y trataba de poner en claro tal comprensión de mi parte, sucedieron ciertas cosas: descubrieron que es posible enfrentarse con el profesor e incluso criticarle sin que por eso se les haga callar, se los reprenda y se los humille. Esto hizo de por sí que la clase fuese totalmente distinta de todas las otras donde habían estado; y así, poco a poco, se experimentó el concepto de libertad responsable, no porque se lo racionalizara ni se hablara de él, sino por experimentarlo emotiva e intelectualmente los estudiantes. De manera que después, de distintos modos y en proporciones diversas, comenzaron a servirse de tal concepto.
Samuel Tenenbaum, que estuvo conmigo en un curso de verano para graduados, escribió sus impresiones acerca de esa clase: la sorpresa e indignación de los estudiantes, el entusiasmo cada vez mayor, la unión entre los componentes de la clase, la enorme cantidad de cosas aprendidas y los conocimientos de sí mismo que se derivaron de aquella clase. Se refiere al tiempo en que yo había alcanzado el desiderátum de lo que aspiraba a ser en relación con la clase, a saber: un facilitador humano, falible y de recursos. Ese relato, que podría resultarle de interés al lector, lo he utilizado en uno de mis libros ([1], págs. 297-313).
Ahora, con más experiencia, he venido a caer en la cuenta de que el resentimiento y la hostilidad que provoqué al principio no fueron realmente necesarios. En consecuencia, sea por cortedad o por discernimiento, he dado en estipular los límites y exigencias necesarios–los cuales se pueden percibir como estructura–, de manera que los estudiantes puedan ponerse a trabajar con gusto. Sólo a medida que el curso avanza se dan cuenta de que cada «exigencia» en sí misma y todas ellas en conjunto son simplemente una manera distinta de decir: «Haz exactamente lo que desees hacer en este curso, y di y escribe exactamente lo que piensas y sientes». Porque al parecer la libertad frustra menos y no carga tanto de ansiedad cuando se la presenta en términos más o menos pomposos y convencionales como una serie de exigencias.
A fin de aclarar lo que digo, daré un ejemplo tomado de un curso:

Exigencias
Hay varios aspectos del curso que estarán sujetos a exigencias. Son los siguientes: quiero que antes de finalizar el ciclo se me entregue una lista de las lecturas efectuadas para el curso, con indicación de la forma en que se ha leído el libro. Por ejemplo, al incluir un libro se debe decir: «He leído íntegramente los capítulos 3 y 6»; al colocar otro en la lista se podrá puntualizar: «Hojeé el libro y no lo entendí»; y al incluir otro se dirá: «Me interesó este libro que leí dos veces y tomé notas de los capítulos 5 a 12»; o se podrá manifestar: «Sentí repulsión por el enfoque en su totalidad y sólo leí lo necesario para persuadirme de que el autor no me agradaba». En otras palabras, lo que se desea es un relato honrado de lo que se ha leído y de la profundidad con que se ha efectuado la lectura del material que se ha abarcado. Los libros no tienen por qué ser necesariamente los de la bibliografía.
La segunda exigencia consiste en la redacción de un trabajo–breve o largo, según se desee–acerca de los valores personales más importantes para el alumno y de la forma en que aquéllos han cambiado o no de resultas del curso.
La tercera exigencia es que cada uno me entregue un informe con la evaluación de su propia tarea y la calificación que le parezca apropiada. Ese informe debe abarcar: a) las pautas según las cuales juzgan su tarea, b) una reseña de los modos en que han satisfecho u obviado esas pautas; y c) la calificación que consideran apropiada para la forma en que han satisfecho u obviado sus propias pautas. Si yo veo que mi estimación de un trabajo está en total desacuerdo con la del alumno, mantendré una conversación privada con él y juntos trataremos de llegar a una calificación que nos satisfaga a ambos y que yo pueda firmar y entregar con tranquilidad de conciencia.
La exigencia final consiste en una opinión personal respecto del curso en general. Quisiera que se me entregue en sobre cerrado con el nombre en el anverso; pero con toda libertad pueden poner en él: «Se ruega no abrir hasta que se hayan entregado las calificaciones finales». A quien coloque tal nota le garantizo que respetaré su pedido.
Al opinar, quisiera que expresara con total franqueza qué impresión le ha producido el curso, tanto en lo positivo como en lo negativo. Deseo todas las críticas que se le deban hacer, así como las sugerencias acerca del modo en que se lo podría mejorar. Es decir, en síntesis, que ésta es vuestra oportunidad de evaluar el curso, al profesor y la manera en que se ha llevado adelante tal curso. Esto no influirá en absoluto, en ningún caso, sobre las calificaciones finales; pero si se teme que pueda ejercer alguna influencia, ruego que en el sobre se escriba la nota que he dicho y yo no lo abriré hasta que se hayan entregado todas las calificaciones.
La calificación final correspondiente al curso no se entregará hasta que todas estas exigencias queden satisfechas.

Quizás este ejemplo sea demostrativo del elevado grado de libertad que es posible conceder dentro de un contexto que parece convencional, aunque también creo que pone de manifiesto que a los estudiantes se les pueden impartir instrucciones de manera humana.
Duro fue el camino que tuve que andar para enterarme de que nunca debía decir que iba a dispensar cierto grado de libertad o depositar cierta confianza si no estaba dispuesto a sostener con todo mi ser lo dicho puesto que cuando confería alguna libertad y después consideraba conveniente cortarla, el resentimiento era mayúsculo. De este modo aprendí que es mejor no acordar libertad alguna antes que darla para después tratar de recuperar la autoridad. Cuando la libertad o la confianza se limitan de alguna manera, observé que es mejor que esos límites sean explícitos: «Yo deseo que en este curso haya toda la libertad posible, pero el ministerio exige que se vean estos dos textos y se haga una prueba escrita acerca de ellos para que la califiquen allí»; o «Me gustaría que ustedes mismos decidiesen la calificación que les parece justa pero como debo firmar la correspondiente hoja en prueba de conformidad, estimo que tal calificación debe ser aceptable para ambas partes. De manera que si observo alguna discrepancia entre mi evaluación subjetiva y la suya respecto del trabajo desarrollado por ustedes, conversaremos sobre el particular y trataremos de acordar una calificación razonable». (Fueron más las veces en que insistí en poner una nota más alta que las que tuve que discutir por considerar de dudoso merecimiento una calificación elevada.)
Todo esto surtió gran efecto en los alumnos y en mí mismo. Por mi parte, me sentí muy liberado al permitir mayor diversificación en las tareas estudiantiles, cosa que condujo a que en ocasiones los alumnos promovieran trabajos en materia de poesías y artes plásticas y experiencias en asuntos comunitarios. Pero más importante fue para mí el hecho de sentirme libre para expresar ideas imprecisas, mal formadas (las ideas creativas suelen estar al principio a medio elaborar), y recibir un enorme estímulo al considerarlas. Además, al no ser ya el que mandaba, me sentía más libre para dar a conocer al estudiante mis impresiones: «No sé qué pensarán los demás, pero me disgusta el tiempo que pasa usted conversando en clase», o «Cuando usted habla, lo que dice viene siempre tan al caso y es tan agudo que me agradaría que hablase más a menudo».
Los efectos de ese modo humano de aprender en clase persisten. Precisamente he recibido hace poco una carta de una joven (no, ya no es tan joven) de la que no tenía noticias desde hace más de quince años. En uno de sus párrafos dice: «Siempre he querido decirle que las dos partes del curso que hice con usted hace veinte años (!), han sido las únicas experiencias educativas auténticas por las que pasé a lo largo de aproximadamente nueve años de estudios en cuatro universidades distintas. Jamás leí tanto acerca de psicología ni con tanto agrado como aquel año. E1 contraste entre aquello y todo lo demás fue muy desagradable». Yo no la recuerdo bien, pero ella se ha acordado durante veinte años de aquel curso en que dispuso de libertad para aprender y para ser.

Un nuevo tipo de clase
¿Por qué refiero esas experiencias personales? Pues porque creo que, si se considera lo que he venido diciendo, usted y sus alumnos pueden idear la forma de desarrollar un clima de aprendizaje libre y creativo en la clase. Yo no soy usted ni sus alumnos son los que yo he tenido, de manera que no puedo decir qué normas hay que dictar ni señalarle cómo debe ser la clase. Sólo le sugiero que, si los estudiantes y el profesor conversan sin reservas acerca de la cuestión, se puede hallar el modo de que todos sean cabales seres humanos dentro de la clase. Ocasionalmente he sabido de milagros operados tras tales conversaciones, pero es mucho más frecuente que se sigan desagradables y crecientes pugnas por la parte del profesor, de cada alumno y en las interacciones de la totalidad del grupo. Sólo al final del curso, y aun con posterioridad, es probable que cada cual se dé cuenta de lo valioso que fue tratar de ser un auténtico ser humano en la interacción dentro de la clase Veamos a continuación algunas declaraciones escritas, una vez finalizado el año, por estudiantes del curso de psicología de un instituto donde el debate era libre. Ni siquiera se prohibieron los asuntos más delicados como los referentes al sexo y a las drogas, sino que se dispuso de películas, libros, cintas magnetofónicas, material gráfico y muchos otros elementos. Ese curso lo posibilitó–en realidad no lo dictó–la doctora Alice Elliott.

Creo que debería haber más clases donde los estudiantes pudieran hablar claro. En esta clase, la gente pareció más auténtica que en otras y produjo la impresión de comprender la manera de sentir de los demás.
La clase me ayudó a ser una persona más perceptiva, a interesarme más. Me siento más independiente y más inclinado a indagar. Quiero investigar, saber más.
Esta clase me ayudó a darme cuenta, más que antes, de que soy un individuo. No quiero que se me juzgue por los demás, sino por mí mismo.
Esta clase o asignatura ha sido lo mejor que yo haya visto en la escuela pues me ha hecho comprender el objeto de vivir: qué es lo que uno hace en el mundo y qué es lo que quiere hacer.
Esta clase hizo que me diese cuenta de que no soy la única persona del mundo y que todos tienen tantos problemas como yo. También me ayudó a entender mejor por qué algunas personas hacen las cosas que hacen.
Desde que comencé la escuela y empecé a comprender lo que estaba haciendo, mi esperanza fue que algún día sería diferente. Nunca me gustaron los libros ni escritos de ninguna especie. He aprendido más entendiendo qué les gusta y qué les disgusta a los demás.
Durante los últimos dos años he sido ficticio; pero me he dado cuenta de lo que era y he cambiado. Trato de ser yo mismo y de hacer y decir lo que siento, sin temer lo que la gente pueda pensar.

Estas declaraciones provienen de una clase donde la profesora es una persona auténtica que se interesa por los adolescentes y les hace sentir que ella como profesora puede comprender su forma de pensar y sus sentimientos.

Un ejemplo de cambios en la clase
Mientras escribía este capítulo recibí una sorprendente carta de un estudiante de instituto; en ella me comunicaba cierto cambio notable en su profesora de matemáticas. E1 hecho me interesó hasta el punto de escribirle a esa profesora a fin de pedirle que me hiciese conocer más detalles acerca de su experiencia. Como su relato era por cierto notable, casi sensacional, pensé que no podría utilizarlo, puesto que los lectores habrían de desestimarlo por parecerles «demasiado bueno para ser cierto». Lo pensé nuevamente y consideré que el cambio tan repentino de aquella profesora–acaecido en pocas semanas–era muy similar al más gradual que yo había observado en algunos docentes al cabo de un lapso de meses y hasta de años. De modo que me decidí a presentar ese material, proveniente de los alumnos y de la profesora de la clase de geometría de aquel instituto. Sólo he cambiado los nombres.
He aquí, pues, algunos pasajes de la carta que me envió Pedro para relatarme aquel «milagro»

Hace exactamente dos meses y once días que se produjo un milagro en el instituto en el que estudio. Ese día, lunes 9 de marzo, la profesora llegó a la escuela convertida en una persona totalmente distinta. Sí, la señora Winnie Moore (profesora de álgebra I y de geometría plana del colegio) había cambiado. . .
Nos sentamos en círculo y los chicos les enseñan a los chicos. Pero en esas clases no aprendemos tan sólo matemáticas, sino también cosas referentes a la vida
Como antes he dicho, Winnie cambió mi perspectiva acerca de la vida.
Ahora tengo un objetivo por el cual afanarme: ser profesor y utilizar esta nueva y maravillosa manera de trabajar. Ahora puedo comunicarme con los demás, me llevo mejor con mis padres, me intereso a fondo por muchas cosas y reparo en cosas que antes no advertía. Todo este cambio se produjo en mí como resultado de ese nuevo método...

Incluía, además, expresiones de otros estudiantes que habían pasado por la misma experiencia, algunas de las cuales citaré un poco más adelante. Debo reconocer que mi primera reacción fue preguntarme qué diablos le habría pasado a esa profesora; pero como Pedro me daba el nombre de ella, semanas después le escribí para averiguarlo y preguntarle, entre otras cosas, si había participado en alguna experiencia de grupos de encuentro, dado que eso puede producir a veces un abrupto cambio de tal tipo. Me contestó que no, pero quiso referirme, según sus palabras, «ciertos hechos que me indujeron a cambiar en clase».
Durante el invierno había hecho un curso nocturno de asesoramiento en el cual se encontró con algunos de mis escritos y los aspectos que, según mis comprobaciones, propenden tanto al aprendizaje como al desarrollo personal: autenticidad (naturalidad), profunda comprensión empática y aceptación cálida y afectuosa de la persona tal como ella es. Y proseguía:

Esos conceptos me intrigaron y, para mi asombro, tuve ocasión de aplicarlos a la semana siguiente, cuando uno de mis alumnos, Pablo, de quince años y gran experiencia en materia de drogas, vino a verme a mi casa profundamente perturbado. Percibí su desesperada necesidad de comunicarse con alguien y sentí que Dios me había elegido a mí para que fuese ese alguien. (Estoy segura de que el fenómeno podría explicarse perfectamente en términos psicológicos.) Traté de escucharle desde todos los planos posibles hasta llegar a internalizar sus padecimientos en una medida casi intolerable, y así, de pronto, me di cuenta de lo penosa que a él le parecía la vida y, lo que es más tremendo todavía, comprendí cómo debía sentirse como alumno de mi clase. Yo estaba contribuyendo a aumentar sus sufrimientos, pues había observado su angustia al hacer uno de mis exámenes, lo cual se convirtió en mi propio dolor también.
El miércoles de aquella semana hice representación de roles en la clase nocturna de asesoramiento. La semana anterior me habían elegido para desempeñar el papel de un cliente con un problema personal, de modo que representé a una persona profundamente perturbada que estaba pensando en suicidarse. En ese rol creo que representé a Pablo tanto como a mí misma. La mujer que tenía el rol de asesor quedó atónita y me dijo: «Si usted es capaz de hacer esto, es capaz de hacer cualquier cosa». Me pareció que estaba a punto de llorar.
Después, el viernes siguiente–6 de marzo–, pasé por una experiencia extraordinaria en la que Alfredo, mi esposo, me ayudó a comunicarme con Pablo. Nos sentamos los tres en el suelo y Alfredo comenzó diciendo que debíamos ser muy sinceros entre nosotros, aun cuando fuese difícil. No pude hablar durante un largo rato. A Pablo comenzaron a asomarle lágrimas en los ojos y entonces me acerqué a él y le musité algo. No recuerdo todo lo que le dije, pero las palabras me fluían con mucha facilidad. Le dije que estaba segura de que había querido suicidarse (después me contó que había hecho cuatro o cinco tentativas) y también que yo haría algo para que él no volviese a sentirse tan solo y abatido. Por su parte, me expresó que nadie se había preocupado nunca por él. Poco después quedé tan aliviada por esta comunicación que me sentí colmada de poder y fortaleza. ¡Había llegado realmente a alguien! Y esa fortaleza que sentía parecía deslizarse dentro de Pablo. En un texto de Maslow sobre la personalidad hallé esta descripción del «sentimiento oceánico»:
«Horizontes infinitos que se abren a la vista, sensación de ser simultáneamente más poderoso y más desvalido de lo que jamás uno haya sido, sensación de gran embeleso, perplejidad y pavor, pérdida de la ubicación en el tiempo y el espacio con, por último, la convicción de que algo en extremo importante y valioso ha sucedido, de modo que tales experiencias transforman y fortalecen en alguna proporción al sujeto, incluso en su vida cotidiana».
¡Y ésa fue mi experiencia! Durante cuatro días me embargó una fantástica sensación. Ya no pude tolerar más seguir siendo la abroquelada profesora que había sido y tuve que cambiar mi manera de enseñar puesto que debía ser leal conmigo misma. Enseñar de la manera tradicional me hacía daño pero también era preciso que le demostrara a Pablo que yo podía cambiar y de ese modo hacer que cambiara él. Así fue como, el lunes siguiente, cambié todas mis clases según le han contado mis alumnos. Pablo fue muy dependiente de mí durante algunos meses, pero ahora nuestra relación se ha hecho más elástica y ha pasado a ser amistad. Parece independiente y más confiado con sus compañeros...

Eso fue, pues, lo que le ocurrió. Es notorio que pasó por una experiencia de conversión de efectos profundos. (Siempre recelo de las conversiones que se producen por circunstancias externas–alguien que habla para inspirar o algún grupo de presión–, pero las inducidas por experiencias internas son totalmente distintas y tienden a ser duraderas.) Es probable que muchos lectores cuestionen la tarea que ella y su esposo emprendieron con Pablo porque, ¿acaso estaba ella capacitada para llevar a cabo el asesoramiento psicológico de ese muchacho tan gravemente perturbado? Con todo, la otra posibilidad–echar a un jovencito que había asumido el gran riesgo de acudir a ella en busca de auxilio–habría sido, a mi juicio, algo decididamente dañino para él, de manera que celebro que corriese tal suerte- Debe de haber existido una real comunicación psíquica para que ella «supiese» intuitivamente que él quería suicidarse, pese a lo cual estimo que lo que le susurró al comienzo fue muy arriesgado, sin duda, y sólo justificable por el hecho de haber resultado acertada su intuición. Personalmente me habría parecido preferible una comunicación mucho más exploratoria de su parte.
Sin embargo, como quiera que se miren sus sesiones de asesoramiento con Pablo, los efectos en ella fueron profundos. Se dejó transportar al mundo interior de uno de sus alumnos y no sólo experimentó el dolor en que éste se encontraba sumido, sino también el que por añadidura le causaba ella en su clase. (¡Imagínense ustedes la estupenda diferencia que habría si todos los profesores sintieran, siquiera por un momento, la manera en que todos y cada uno de sus alumnos experimentan sus clases!) A la señora Moore, esa relación profundamente empática con Pablo le hizo cambiar por completo su forma de ser en clase. Que tal cambio fue manifiesto se deja ver por las expresiones de otros estudiantes, además de las de Pedro, dos de las cuales son las siguientes:
De un compañero: ...Lo sucedido en mi clase de geometría es imposible expresarlo por escrito. Todo ocurrió porque la señora Moore fue sincera con nosotros y consigo misma y dio ese pequeño paso. Pero lo que ese paso hizo por mí y por la clase, por mi educación y mi perspectiva de la vida, no es posible decirlo de manera adecuada. En esta clase he aprendido mucho de mucha gente y me han venido ganas de ocuparme de la geometría.
De la nota de una muchacha a la señora Moore: ...Llegué a pensar que los profesores eran autómatas programados para hacerle daño a la gente, que debía ignorarlos y no prestarles atención porque me aterrorizaban hasta la locura... Mi profesora de matemáticas de tercer curso me llamaba tonta, haragana y odiosa cuando me embarullaba en algún examen o no entendía la tarea que debía hacer en casa. Tanto me aterrorizaba que, cuando llegaba el momento de una prueba, era tal el miedo que tenía de que me reprobara que eso me hacía fracasar en todas. Mis padres creían que eso era debido a que yo no estudiaba lo suficiente, de modo que me retiraron todas las prerrogativas v me obligaron a irme a dormir a las siete y media de la noche a fin de que asistiera descansada a mi pavoroso día siguiente de escuela... Aquello fue como un sueño: ¡al fin una profesora se daba cuenta de que sus alumnos la necesitaban y querían que fuese su amiga y les ayudase a entender tantas cosas complicadas! Cuando terminé mi curso con usted, sentí deseos de gritarle a todo el mundo que había alguien que en verdad se preocupaba.

Muy raro y por lo demás infrecuente me parece que un educador y una clase cambien de manera tan repentina; pero ya ocurra de forma lenta y gradual o en el término de un breve lapso, como en este caso, la respuesta de los alumnos no deja de ser sorprendente. Dar con un profesor humano al que en clase se le respeta como a un ser humano no es sólo una experiencia valiosa, sino algo que estimula el aprendizaje de las cosas, el conocimiento de sí mismo y una mejor comunicación con los propios compañeros.

CÓMO LOGRAR SER AUTÉNTICO

Hasta aquí nos hemos referido con frecuencia a «ser auténtico», a «ser realmente uno mismo». Pero, ¿qué significan en esencia estas expresiones? Quisiera enfocarlas desde diversos ángulos.
En primer lugar, tales enfoques son habituales. Dado que en las relaciones de asesoramiento y en los grupos de encuentro he conocido íntimamente a jóvenes de uno y otro sexo, y que también los he conocido aunque de manera menos íntima, en cursos y seminarios y en conversaciones personales, he podido observar que, en buena parte, más allá de lo que expresan las palabras se encuentra un hondo problema. Se advierte que casi todos ellos buscan respuesta a determinadas preguntas como: «¿Quién soy yo realmente? ¿Podré alguna vez descubrir o llegar a conocer mi verdadero yo? ¿Podré alguna vez sentir cierta seguridad y estabilidad dentro de mí mismo?». Y estas preguntas no se las formulan sólo los jóvenes, sino también infinidad de hombres y mujeres de más edad.

La búsqueda de la identidad, un problema moderno
Estamos–todos nosotros, quizás–en la brega por descubrir nuestra identidad, por averiguar qué clase de persona somos y cómo queremos ser. Se trata de una búsqueda muy amplia, que abarca la indumentaria, el cabello, el aspecto externo, pero que, en un plano más importante, involucra también la adopción de valores, nuestra actitud respecto a la relación con los padres y con los demás, la conexión que queremos establecer con la sociedad, o sea, nuestra filosofía total de la vida. En nuestros días, ésta es una búsqueda sumamente dubitativa. Decía cierta colega:

Estoy confundida. Cuando justamente me parece estar poniendo en orden mis pensamientos, sucede que hablo con alguien que cree saberlo todo respecto de la vida; y como yo me siento insegura, me quedo realmente impresionada. Sin embargo, después, cuando me voy, me doy cuenta de que ésa es su respuesta y que para mí no puede serlo, y que yo debo encontrar la mía propia. Pero esto es difícil cuando todo es tan impreciso e incierto.

Esta búsqueda del verdadero yo, de la identidad, considero que hoy constituye un problema mucho mayor que en tiempos pretéritos. Poco importaba en otros tiempos que el individuo se encontrase a sí mismo.
Tal vez le resultara más cómodo vivir su vida sin intentarlo, en razón de que la identidad que vivía era clara para él. Es interesante imaginarnos nosotros mismos en la época del feudalismo: el siervo–y sus hijos después de él–debía ser siervo toda su vida, en retribución de lo cual se le permitía llevar una magra existencia, pues la mayor parte de su trabajo estaba destinada al sostenimiento del señor feudal, quien a su vez le daba protección. El noble, si bien de manera más desahogada, también estaba condicionado: era el señor, responsable de sus súbditos, y sus hijos debían sucederle en su papel de hijosdalgo. Durante un período oscuro de la historia de los Estados Unidos, el esclavo fue siempre el esclavo, y el señor siempre el señor; desdichadamente, todavía subsisten impedimentos para hacer que desaparezca la identificación con tales roles.
Sin duda esa rigidez en la determinación de los papeles nos parece en la actualidad restrictiva en grado sumo, pero no podemos dejar de ver que con ello la vida se volvía más sencilla en muchos aspectos. El zapatero remendón sabía que él y sus hijos serían siempre zapateros remendones, y su mujer sabía que ella y sus hijas siempre serían fundamentalmente servidoras de sus respectivos esposos. Pocas eran las opciones que existían, y resulta muy peculiar que eso garantizara una forma de seguridad que para nosotros ha quedado atrás. Quizás una de las escasas analogías comprensibles para nosotros sea la que podríamos establecer con el ejército en tiempo de paz. Muchos hombres y mujeres han venido a aceptar, con más satisfacción de la que habrían podido suponer, esa vida en la que casi no hay posibilidad de decidir nada: se les dice qué ropa tienen que usar, cómo deben comportarse, dónde vivir y qué hacer. No tienen que asumir la responsabilidad por su vida. Se les otorga una identidad, se les dice quiénes son, y la angustiosa búsqueda personal por la que todos nosotros tenemos que pasar queda anulada, al menos temporalmente.
Por razones como éstas es por lo que yo digo que la búsqueda del verdadero yo es un problema específicamente moderno. La vida del individuo no está ya determinada (aunque pueda estar influida) por su propia familia, su clase social, raza, credo o nacionalidad, sino que somos nosotros los que cargamos con el peso de descubrir nuestra identidad.
Yo creo que las únicas personas que hoy no padecen esa ardua búsqueda del yo son las que por propia voluntad someten su identidad individual a alguna organización o institución que fija los propósitos, los valores y la filosofía que hay que adoptar. Ejemplo de esto serían las personas que se entregan por entero a alguna secta religiosa estricta, segura de contar con respuestas para todo; las que se adhieren a una ideología rigurosa (sea revolucionaria o reaccionaria) que determina por ellas su filosofía, estilo de vida y actos; las que se consagran totalmente a la ciencia, a la industria o a la enseñanza tradicional (bien que hay grandes escisiones en los supuestos de todas esas instituciones); o, como se ha dicho ya, las que dedican su vida a la milicia. Entiendo perfectamente las satisfacciones y seguridades que pueden influir para que las personas hagan tales cosas, en parte a fin de alcanzar cierto bienestar; pero, con todo, sospecho que la mayoría de los jóvenes prefieren sobrellevar la más pesada carga que supone optar por ser la individualidad que implica descubrir el verdadero yo. Por lo que a mí respecta, sé que ésa es mi elección
  Uno de los temores más comunes de las personas que tratan de encontrar en su interior quiénes son en realidad, es que ese yo oculto pueda resultar una criatura despreciable, grotesca, perversa o terrorífica Algo así es lo que dice cierto estudiante:

Siento que mi mente está abierta, como si fuese un embudo, y que arriba hay destellos y cosas incitantes; pero en la parte inferior del embudo está oscuro y tengo miedo de bajar por allí porque me espanta lo que pueda encontrar. Por ahora no quiero hacerlo.

Esta actitud es muy frecuente, por cierto.

Caminos que llevan al yo
Hay una serie de caminos por los cuales las personas persiguen el objetivo de ser ellas mismas. Algunas se han deformado o desviado mucho en su tierna infancia, de modo que para ellas la búsqueda de solidez dentro de sí mismas, de su propio y verdadero yo, es probable que sea larga o penosa. Otras, en cambio, más afortunadas, se hallan ya en vías de descubrirlo y lo pasan mejor. Y aun hay quienes se sienten lo bastante amilanados por los riesgos que supone la búsqueda que llevan a cabo como para que eso haga que se queden estancados tal como son, temerosos de que los caminos puedan conducir a un terreno desconocido. Presentaré ahora, de manera sucinta, algunos de los caminos por los que la gente se interna en la búsqueda del verdadero yo.

Un camino: la psicoterapia
Actualmente cada vez es más la gente que busca encontrarse a sí misma por medio de la psicoterapia, empresa en la que el éxito depende mucho de la persona y de las actitudes del terapeuta. Al respecto, mis colegas y yo hemos señalado tres actitudes o maneras de ser especialmente importantes en la relación terapéutica, suposición ésta que ha sido confirmada por una exhaustiva investigación. La primera de ellas es la veracidad o autenticidad del terapeuta: que sea lo que parece ser, es decir, que su ser interior y su exterioridad estén en consonancia. La segunda es una atención no posesiva ni juzgadora, forma ésta del afecto que crea una atmósfera de seguridad para la persona que busca ayuda. La tercera es la capacidad del terapeuta de escuchar de manera especialmente empática que conduzca a una aceptable comprensión del mundo interior del cliente. Esa sensación de ser comprendido profundamente sin que se le juzgue, es una experiencia muy valiosa que al cliente le permite avanzar.
Debería señalar que lo que describo es un proceso que quizá lleve semanas, meses o incluso años para completarse.
He aquí un fragmento de una carta de Melanie, profesora de 24 años, con cierta experiencia. Leyó uno de mis libros y me escribió acerca de su terapia

He encontrado una nueva vida, una sensación de estar viva y un sentimiento de aventura. Descubrí dentro de mí las fuerzas que me iban a permitir dar a los demás amor y comprensión que les ayudaran a desarrollarse con confianza e independencia. He vuelto a enseñar cuando he observado a los niños que, en un ambiente adecuado, se abren camino y extienden la mano, y que se arriesgan a superar el vacío que existe entre su distintividad y la mía.

Creo que esto ilustra la importancia de encontrar en otras personas confianzas aceptación y amor si uno se va a convertir en sí mismo, Si va a llegar a ser una persona independiente de pleno derecho. Sin duda, Melanie está ahora ofreciendo esta clase de relación en una atmósfera creada en la escuela por ella misma.

Otro camino: el grupo intensivo
Cada vez es más común que la gente tenga alguna forma de experiencia en un grupo intensivo. Estos grupos existen bajo muchas denominaciones, entre ellas las de grupo de encuentro, grupo T, grupo de relaciones humanas y grupo de entrenamiento de la sensibilidad; pero los más pertinentes para lo que ahora nos interesa son los que se organizan en relación con los cursos universitarios, a menudo con una diversidad de propósitos, incluido el de permitirle al estudiante avanzar en el conocimiento y aceptación de su yo.
Algunas facultades de medicina han organizado cursos de este tipo para los alumnos que ingresan, en los que asimismo participan tanto los miembros del claustro de profesores que tendrán a su cargo dictar los cursos como los integrantes del cuerpo directivo; se procura que a estos cursos asistan también los cónyuges de los estudiantes casados. Las sesiones se celebran fuera del campus, en algún lugar informal apto para llevar una vida casi campestre, y cuando las dirige una persona experimentada poseedora del tipo de actitudes que antes hemos señalado como propias del psicoterapeuta, los resultados son muy importantes para la mayoría de los participantes. De esta manera los estudiantes traban relaciones personales sólidas y confiadas con los profesores, entablan amistad entre ellos y avanzan en la tarea de descubrir quiénes son debajo de su habitual manera de ser.
Yo y muchos otros profesores hemos incluido esas experiencias de grupo intensivo como parte del curso; personalmente, prefiero que sean dos grupos de fin de semana: uno a comienzos de curso y otro hacia el final. Quisiera dar ahora algunos ejemplos de un curso de treinta estudiantes al que asistieron tres antiguos alumnos como facilitadores. He escogido las relaciones vinculadas con el tema del descubrimiento del verdadero yo.
 En muchos casos se organizan equipos de personas que participan juntas en infinidad de experiencias. En el Prescott College, en Prescott (Arizona), cuando los estudiantes inician las clases da comienzo en la facultad un período de 17 a 19 días en los que caben multitud de actividades. Las escuelas públicas que también quieren cambiar han incorporado el grupo intensivo como parte del proceso de transformación.
Siempre he querido que me estimaran, que me aceptaran y valoraran, y he sentido que eso podían hacerlo posible sólo ciertos principios que provienen de los demás, que yo no podía modificar las cosas y que lo que yo realmente sintiera no importaba. En nuestro primer grupo de encuentro me sentí confundido, aunque bien, cuando referí alguno de mis intensos problemas personales, cuando se hizo una afable revisión y traté de verme en verdad a mí mismo. Pero me pareció que, después de todo, tal vez no fuera realmente yo; quizás había otro yo que tenía algo que decir, aunque ¿tenía éste el «derecho a levantar la voz»? [Relata cómo empezó a expresar sus sensaciones y dice]: . . .fui sincero al referir a los demás cómo me sentía realmente, con plena conciencia de lo que estaba experimentando. Al escribir esto me emociono y se me humedecen los ojos.
Siento que, evidentemente, me estoy apartando de los «deberes» y de hacer lo que se espera de mí, que no siempre tengo por qué complacer a los demás, que puedo ser yo mismo y tener verdadera conciencia de lo que siento, y que todo eso no es ningún delito, pues tengo ciertos derechos. Es un cambio en verdad importante en alguno de mis principios personales. Observo que voy adquiriendo más confianza en mí, si bien esto me va a llevar tiempo.
Desde el último encuentro de taller me estoy entendiendo y percibiendo yo mismo, así como a mi mujer, a mis hijos y mi trabajo de manera más clara, más comprometida, más significativa. Me vienen bullendo ideas, pensamientos y percepciones de lo afectivo que influyen para que yo trate de comportarme de forma más liberal y más abierta en esos aspectos, cambios que atribuyo a mis experiencias de taller.
Cuando reflexiono sobre las experiencias que me brindaron los pequeños grupos, me doy cuenta de que yo había desarrollado una especie de percepción canalizada, o sea, que filtraba aquellas cosas que no se acomodaban a mi idea de la forma en que «debían ser».
Los integrantes del pequeño grupo contribuyeron a que yo advirtiese la irracionalidad de mi conducta no sólo haciéndomelo notar, sino por su forma llana de ser y la manera de relacionarse unos con otros. . . Cuando las sesiones del grupo tocaban a su fin, comencé a experimentar una agradable sensación: tenía deseos de encarar mi problema de modo positivo y al hacerlo comprendí que lo que había temido durante cinco años no era en realidad tan importante.
Desde aquellas experiencias fundamentales en el grupo de encuentro creo que me es posible aprender a aceptarme a mí mismo. Sé muy bien que eso me llevará tiempo, pero tengo la certeza de que, a medida que vaya aprendiendo a ser menos crítico conmigo mismo, seré más feliz. Estoy seguro de que, en este sentido, el curso me ha ayudado.
He llegado a darme cuenta perfectamente de que lo que estaba haciendo era tratar de probarme a mí mismo y que eso no tengo por qué hacerlo. Todo lo que en realidad tengo que hacer–o sea, mi única responsabilidad–es ser yo mismo. Me estimo más como persona: estimo mi necesidad de dependencia mis angustias, mi necesidad de probarme, mis faltas de adaptación y mis limitaciones, así como también mis cálidos sentimientos hacia los demás, mi inteligencia, mis aptitudes, mi dignidad, mi potencialidad.
Pero no todos sacan provecho de estas experiencias del grupo, como lo demuestra un caso de reacción negativa que hubo en esa clase.

Mi reacción negativa en el curso se debe a que, para mí, es una experiencia deprimente ver la gran cantidad de personas seriamente perturbadas que hay en nuestro grupo, algunas de ellas con trastornos personales tan profundos y complicados que mucho me temo que jamás puedan superarlos. Claro está que, por otra parte, bien puedo dar las gracias de no estar yo en su pellejo, pero con esto no me parece que pueda sobreponerme a la pesadumbre que me han causado estos fines de semana por la cantidad de gente sufriente con la que tenemos que alternar en la vida... Por mi parte, de nada me han servido estos encuentros en grupo... aunque reconozco que son de un inmenso valor para aquellos compañeros que tienen problemas.

Tal vez las palabras de estos estudiantes, con excepción de las del último, sean demostrativas de la manera en que las personas evolucionan en la tarea de encontrarse a sí mismas y ser más profundas y auténticas.

La inacabable tarea de encontrarse a sí mismo
El proceso de encontrarse a sí mismo, de aceptarse y de mostrarse como se es, no es algo que sólo tenga lugar en la terapia o en los grupos. Mucha gente no ha pasado por ninguna de esas experiencias. Incluso para quienes pasan por ellas, tanto la terapia como el grupo no duran más que cierto tiempo. Para todos nosotros, en cambio, la búsqueda por llegar a ser la persona que de manera tan singular somos, es un proceso que dura toda la vida.
Creo que ésta es una de las razones por las que la biografía conserva su encanto para tantos lectores, puesto que a todos nos agrada enterarnos de la lucha del individuo por llegar a ser aquello que se siente capaz de ser. Para mí eso es lo que se pone de manifiesto en un libro que acabo de leer acerca de la vida de la pintora Georgia O'Keeffe y de las múltiples etapas por las que atravesó. A los catorce años, siendo una niña interiormente independiente, aunque conformista en lo exterior, ganó una medalla de oro por su comportamiento en un riguroso colegio católico. Sin embargo, hacia los dieciséis, ya comenzaba a vestirse al «estilo ajustado y sin corsé del medio Oeste» (¡en 1903!), lo que iba a ser característico en ella durante muchos años. Después, a los veintinueve, se encerró en su estudio y se puso a analizar con «implacable objetividad» toda su obra hasta ese momento. Pudo observar, así, qué pinturas había hecho por complacer a un profesor y cuáles por contentar a otro, y qué artistas famosos de la época habían influido en sus trabajos.
 
Entonces cayó en la cuenta de que en su mente había formas abstractas propias de su imaginación, distintas de todo cuanto le habían enseñado. “Eso que es uno mismo está tan pegado a uno, que suele ocurrir que no nos demos cuenta de que está ahí», diría más adelante... «Recordé infinidad de cosas que quería reflejar, si bien nunca había pensado en hacerlo porque jamás había visto nada semejante». . . Pero se decidió. Y eso fue lo que después iba a pintar ([2], pág. 81).

Como es de imaginar, esa decisión fue el paso inicial que la llevó a ser la gran artista de sus años de madurez. En la actualidad, pese a tener ya más de noventa años, sigue inexorablemente fiel a ese objetivo de pintar según su propia y personal manera de percibir–el desierto, huesos blanquecinos, enormes y vistosas flores–, hasta tal punto que basta ver uno de sus cuadros para saber que «es un O'Keeffe».
Lo mismo que Georgia O'Keeffe, cada uno de nosotros es el creador o artífice de su propia vida. Se puede emular a otros, vivir para agradar a los demás o descubrir aquello que es único y de valía para nosotros, y plasmarlo, llegar a ser eso. Esta tarea dura de por vida.

El colegio invisible
Como profesionales, muchos de nosotros desempeñamos papeles que inhiben el aprendizaje de por vida. Las reuniones profesionales en las que la gente se sube a un estrado, se sienta y lee sus escritos a una audiencia de alto nivel intelectual siempre me han parecido un despilfarro de recursos valiosos. No hay duda de que no soy el único que mantiene esta opinión. Desde su inicio en 1974, un grupo de una facultad universitaria que llevaba a cabo investigación en escuelas empezó a celebrar reuniones para analizar temas importantes que tenían que ver con su profesión de enseñantes. No había documentos. Los investigadores se sentaban en sillas colocadas en círculo y discutían temas sugeridos por distintos miembros del grupo, el cual llegó a ser conocido con el nombre de El colegio invisible, término que se refiere al centro de atención que el grupo establecía en el diálogo y la discusión sin necesidad de disponer de ningún edificio ni de aparato burocrático alguno. Jere Brophy, distinguido catedrático de la Universidad del Estado de Michigan y uno de los fundadores del grupo, es el que mantiene viva la llama de este sueño y el organizador de las reuniones anuales. La admisión en el colegio invisible se basa en el interés por las cuestiones propuestas por sus miembros. Hay que pagar una tasa de inscripción nominal (de 10 a 15 dólares). Los doscientos miembros del colegio invisible se reúnen dos días antes de la reunión nacional de la American Educational Research Association. Las sesiones, que a veces se prolongan hasta entradas horas de la noche, están cargadas de vivas discusiones, animados debates, y, ocasionalmente, y ya de madrugada, alguna sesión musical conjunta. Los encuentros anuales, que celebran ahora su vigésimo aniversario y han modificado su carácter pasando a incluir a los estudiantes de doctorado, proporcionan una oportunidad real de aprender unos de otros en un escenario informal. Descubrir oportunidades de aprender durante toda la vida despierta mucho más entusiasmo de lo que en un primer momento parece.

MOMENTOS CELEBRADOS DEL APRENDIZAJE

El movimiento dirigido a la mejora de la calidad del aprendizaje comienza dando a los profesores y otros profesionales toda la libertad necesaria para que se conviertan en facilitadores del aprendizaje. Desde su inicio en la década de 1980, más de 25 departamentos estatales de educación han creado academias de aprendizaje para profesores, directores y supervisores. Las academias estaban localizadas en zonas alejadas de la escuela–normalmente en un entorno natural–, en ellas se solía producir una estancia de una o dos semanas, y proporcionaban experiencias interpersonales intensivas a muchos profesores. El Estado de West Virginia fue el iniciador de algunas de las primeras academias de profesores, de manera que enseñantes de todo el Estado acudían a aprender unos de otros y de otros educadores procedentes de todo el país. La idea tuvo tanto éxito que los distritos municipales escolares empezaron a poner en marcha sus propias academias. En una de ellas, en el verano de 1992 en Charleston (West Virginia), se les pidió a los profesores que escribieran acerca de momentos celebrados del aprendizaje. Estos breves relatos que siguen nos hablan con gran sinceridad del significado de ser hoy un enseñante, y de la capacidad de aprendizaje de los demás, al tiempo que muestran algunos caminos que llevan al encuentro con uno mismo.

Lecciones que un estudiante me enseñó
por Diana Ritenour, Cross Lanes Elementary School
–Lección primera: las primeras impresiones son muy importantes. No creo en accidentes, sino sólo en oportunidades. Cuando se me contrató como única profesora titulada del Mulberry-Helm Center se me ofreció al mismo tiempo una de las oportunidades más importantes.
Todos y cada uno de los niños de mi clase hacían de mentores míos, rellenando todos los huecos procedentes de mi formación en la universidad, y dándome la intuición y la alegría que siguen marcando mi vida.
Cada niño tenía su propia historia. Contaré las lecciones que aprendí de Terry. Son numerosas y divertidas. La descripción clínica de Terry era suficiente para hacer subir la presión sanguínea del profesor de educación especial más numerario. Hice lo siguiente: Terry era un niño de cinco años, que pesaba unos 16 kilos, al que se le había diagnosticado parálisis cerebral. Sus, trastornos físicos incluían un cráneo hidrocefálico, una órbita ocular asimétrica, cuello doblado, pecho en forma de barril, masa ósea grande y protuberante en mitad de su espalda, cojera en la pierna izquierda y el pie derecho zopo.
  Podía mantener el control de su cuerpo si permanecía en posición de sentado y podía, asimismo, comer por sí mismo. El resto de las funciones del cuerpo requerían ayuda. Tenía también un problema grave de tartamudeo.
¡En fin! No había nada en mis estudios de educación especial que me hubiera preparado, en ningún sentido, para trabajar en una situación como ésta. Decir que me sentía completamente abrumada ni siquiera se aproxima a expresar la profundidad de mi nivel de preocupación. Me superaba.
Terry comenzó a enseñarme cosas desde el mismo momento en que entré en la clase. Me transmitió el deslumbrante sello de su sonrisa y anunció: «¡Hola, soy Terry! ¿Vas a ser mi profesora?». Todas las anormalidades de Terry se difuminaron, y allí, en un cuerpo frágil y pequeño, había un niño dispuesto a aprenderlo todo.
–Lección segunda: la gente que es hermosa por dentro contempla la fealdad de los demás bajo una luz distinta. Formábamos parte de un programa a nivel federal, debido a lo cual recibíamos muchos visitantes. Creo que cuando un desfile de gente atravesaba nuestras aulas nos sentíamos igual que los animales del zoo.
Muchas veces la gente que nos visitaba establecía algún tipo de interacción con nuestros niños de una forma amable y considerada. A veces, en cambio, se retiraban hacia la puerta con muecas de desagrado en sus rostros.
Después de una de estas visitas me solía sentir terriblemente enfadada. Mi lenguaje corporal, mi expresión facial o el tono de mi voz lo revelaban con toda claridad. Terry me preguntaba si pasaba algo malo, y entonces yo trataba de explicarle de una forma delicada que aquella gente no tenía derecho a molestarnos con su visita.
Terry, con su estilo amable y educado, decía simplemente: “Quizá no están acostumbrados a estar con niños”.
–Lección tercera: nunca dejes que los demás te impongan sus límites. Una de nuestras actividades diarias era la música, y estaba dirigida por la señora Rowe. Los niños estaban muy entusiasmados y se ponían a hacer todo tipo de ruidos. ¡Disfrutaban realmente con la música! Estuve en una de estas clases en las que Terry avisó que quería bailar.
Al tiempo que mirábamos hacia todos lados, de un adulto a otro, nuestra primera reacción fue: «¡Oh no!». Aquello nos sacudió con una fuerza terrible. ¡Ya teníamos otra cosa que nuestros niños no podían hacer! Bonnie trató de evitar que la cosa acabara mal y levantó a Terry del suelo.
«N-n-no», balbuceó Terry. «Ponme en el suelo. Quiero ba-ba-bailar como hacen en la televisión».
Bonnie se agachó para colocar a Terry en el suelo y me miró a mí, la profesora titulada que lo sabía todo, como diciéndome que ella había actuado correctamente. Mi corazón latía con fuerza; estaba en un estado de pánico absoluto. Y Terry, demostrando ser el individuo único que era, procedió a demostrar su capacidad para hacer lo imposible. ¡Y bailó! Quiero decir que bailó de verdad. Apoyado en su estómago, levantó la parte alta de su cuerpo hasta alcanzar un ángulo recto con el suelo, ¡y consiguió tener ritmo! ¡Estaba haciendo movimientos creativos! Estaba interpretando el compás de una manera precisa.
–Lección cuarta: puedes tolerar cualquier cosa hasta un cierto punto; más allá del mismo necesitas expresarte con claridad. Una de nuestras tareas era la de enseñar a Terry a comer. Éste había desarrollado el hábito de almacenar comida en sus carrillos, por lo que su madre temía que cuando estuviera durmiendo se la tragara y pudiera morir asfixiado.
Había siete niños en la familia de Terry y en la mesa había sólo la comida justa para todos, por lo que, y de esto nos enteramos a través de Terry, si ibas demasiado despacio a la hora de consumir tu parte podía ser que te levantaras con hambre. Terry había aprendido a adaptarse a su entorno.
Después de explicar la situación a su madre, nuestro trabajo pasó a ser el de enseñar a Terry a tragar lo que se metía en la boca, lo que no fue un cometido fácil ya que tenía una experiencia de cinco años en acumular comida. Empezamos nuestro trabajo con comidas blandas de distintos tipos.
Cada día le decíamos a Terry lo que habíamos pensado servirle para comer. Y cada día nos lanzaba su sonrisa y nos decía: « ¡Oh chico! » . Teníamos una caja llena de crema de cereales, por lo que esto era una de las cosas que tomaba con más frecuencia.
Un día, al cabo de tres semanas de iniciado el tratamiento, le anunciamos lo que le íbamos a dar de comer, igual que habíamos hecho siempre: «Hoy tomarás sopa, jalea de lima y crema de cereales».
Terry lanzó un profundo suspiro, arrugó la cara, ¡y sollozó! Estábamos sobresaltados. Terry, el pequeño y dulce Terry que nunca se quejaba, que jamás ponía mala cara, que nunca lloraba. ¡Debe de haber algo que le duele mucho! Me agaché frente a él, le acaricié suavemente la cabeza y le pregunté mansamente: «Terry ¿qué pasa?».
Terry sollozó unas cuantas veces más, respiró a fondo, levantó su mano, me miró a los ojos con un gesto de dolor y gimió suavemente: «P-p-profe, no me gusta la crema de cereales».
Como profesor sigo aprendiendo de mis alumnos lecciones de un valor inestimable, y ello me permite redescubrirme a mí misma. [3]

Una celebración tranquila
por Tim Merrifield, Elkview Middle School
–¿Has celebrado en alguna ocasión algún momento especial relativo al aprendizaje sin que los estudiantes se dieran cuenta? Mi momento más festejado se produjo cuando me encontraba solo, observando el mayor logro alcanzado por un alumno, y empecé a llorar de alegría. La historia es como sigue.
E1 primer año que di clases lo hice como profesor de formación práctica en la Owens School, trabajo que acarreaba la enseñanza de destrezas útiles en el mundo real a alumnos mentalmente discapacitados. Me dedicaba a visitar empresas y en ellas los responsables me decían cuáles eran las habilidades que necesitaban tener los estudiantes con objeto de llevar a cabo cada ocupación específica. También tuve que enseñar a los estudiantes cómo ir a casa desde el trabajo, lo cual significaba conducir un autobús KRT. ¿Has intentado alguna vez enseñarle a un alumno mentalmente discapacitado cómo se paga el billete y se coge el autobús que ha de llevarte a casa?
  Bien, este estudiante (al que llamaré Joey) tenía que ir a una tienda de golosinas, que es donde él trabajaba. Vivía en la ciudad de Marmet y cada día tenía que atravesar andando una concurrida avenida para poder coger el autobús.
Desde setiembre hasta diciembre hicimos exactamente lo mismo. Tomábamos el camino de su trabajo intentando que los coches no nos atropellaran al intentar cruzar la calle. Cada día era una aventura hacer esto último... por no mencionar los intentos de que Joey entendiera cuánto tenía que pagar y dónde tenía que bajarse.
Finalmente, el último día antes de las vacaciones de Navidad ocurrió lo que tanto esperaba. Aquel día le dije a Joey que tenía que ir del trabajo a casa por sí mismo: habíamos preparado aquel día durante meses, por lo que Joey se mostraba nervioso, angustiado, emocionado y aprensivo. Apenas podía trabajar debido a la agitación y al miedo. Trató una y otra vez de persuadirme de que fuera con él en el autobús. Me dijo que solo no podía hacerlo, que no lo haría, y que iría a casa conmigo. Entonces le dije que tenía que ir solo a su casa porque yo tenía que ir al médico directamente desde el trabajo. Cuando dieron las tres, vino llorando a pedirme que no me fuera. Doblé la esquina del pasillo y entonces fui yo el que se puso a llorar. No sé quién estaba más nervioso, él o yo. Lo que ocurre es que él no sabía que mi intención era seguir el autobús hasta estar seguro de que había llegado a su casa sano y salvo.
Joey salió de la tienda de golosinas. Yo estaba en una esquina vigilando y, de hecho, lo único que deseaba es que no le atropellaran o perdiera un brazo o una pierna al cruzar la calle. Fue hasta la primera esquina, miró a un lado y a otro e intentó cruzar. En el momento mismo en que Joey pisaba el asfalto, apareció un Camaro negro con los frenos chirriando de forma estruendosa, y mientras esto ocurría ya estaba yo corriendo calle arriba tratando de que todo se detuviera antes de perder un estudiante. Por fortuna Joey no me vio cuando crucé la calle. Yo estaba sudando, llorando, y diciéndome a mí mismo que definitivamente no me quería dedicar más a la enseñanza. El próximo paso importante estaba en el cruce de McCorkle. Joey llegó al semáforo, esperó hasta que se puso verde para poder cruzar, y esto es sencillamente lo que hizo. Aquí no hubo mayores problemas excepto los del profesor con su ritmo cardíaco. No me creía capaz de conseguirlo. Cuando llegó el autobús, después de lo que pareció una espera de cinco días, Joey subió en él. Entonces, tan pronto el vehículo arrancó, corrí hacia mi coche para así poder seguirlo. En el momento en que ya me coloqué a la altura del autobús, me puse todavía más nervioso. Joey había conseguido subir pero ¿sabría cómo bajar en la parada correcta? El trayecto hasta su casa pareció durar días enteros. Finalmente, cuando apareció su parada me vi a mí mismo rezando para que Joey detuviera el autobús y bajara. Y con gran alivio para mí, esto es exactamente lo que hizo. Joey bajó del autobús, cruzó la calle y se dirigió a su casa, y, mientras lo hacía, empezó a dar saltos de alegría. Éste es el momento al que me refería. Paré el coche, salí y comencé yo también a correr y saltar. Estaba profundamente agitado y emocionado. Tenía deseos de compartir mi alegría con Joey, pero sabía que no podía hacerlo. En todo caso, lo que sí hice fue pararme en la primera cabina telefónica y llamar a mi director para darle la buena noticia. Hasta el día de hoy, este suceso me ha traído grandes recuerdos. Todos celebramos aquel momento, y creo que a causa del mismo yo soy mejor persona desde entonces. [4]

El cambio requiere tiempo
por Janice Nease, Sissonville High School
–Cuando llegué a la Sissonville High School, a finales de los sesenta, en el momento más álgido del movimiento por los derechos civiles, quedé profundamente sorprendida y asombrada por el grado de fanatismo e intolerancia que existía entre la mayoría de estudiantes. Mi objetivo era cambiar estas actitudes. Después de algunos años percibí algunos cambios menores que me alegraron pero que no fueron motivo de celebración.
Algunos años más tarde, me sentí encantada con la llegada a mi clase de inglés de un joven inteligente con todas las características del perfecto estudiante. Se puede uno imaginar mi consternación cuando me enteré de que era un fanático abierto y extremadamente locuaz, y de que tenía una actitud santurrona y estrecha frente a la religión.
Por fortuna, ya por entonces me había dado yo cuenta de que la confrontación directa era tanto inadecuada como probablemente incapaz de dar pie a cambio duradero alguno, por lo que puse en práctica un planteamiento más indirecto: incorporé un cierto número de poetas negros contemporáneos en nuestras lecciones de poesía, y una de las novelas que escogí para trabajar sobre ella fue una que yo creía que representaba fielmente la experiencia negra.
Al principio, David fue un participante reticente en este currículum, pero hacia el final del curso empezó a traer a clase un libro de poesía de Langston Hughes. Sin embargo, nunca manifestó o indicó de una forma abierta que sus puntos de vista hubieran cambiado. Cuando David se licenció, yo había quedado impresionada por sus grandes facultades en otros campos y había abandonado definitivamente mi cruzada para que él hablara abiertamente de su visión del mundo.
Se podría decir que no hay ningún motivo para festejar nada. En 1983, David, que había llegado a ser psicólogo jefe de medicina adolescente en una universidad importante, escribió una larga carta en la que proponía mi nominación como mejor profesor del año. Pero, lo que es más importante es que describió cómo nuestras lecciones sobre literatura negra le habían proporcionado una nueva perspectiva respecto a la experiencia negra, que había mostrado tener un valor inestimable en su comprensión y sus relaciones con los adolescentes negros, con los cuales tenía un contacto diario. Con una elocuencia todavía mayor, si cabe, que la que había exhibido años antes, afirmaba el valor que tenía el hecho de exponerse uno a nuevas ideas y experiencias, así como el hecho de esforzarse para alcanzar una mejor comprensión del mundo y de la gente que nos rodea.
¡Ah! ahora tenemos una auténtica razón para celebrar algo. Celebro el momento en el que, al leer la carta de David, comprendí lo fiel y profundamente que nos dedicamos a nuestros estudiantes, y la capacidad que tenemos de provocar en ellos cambios duraderos. Brindo por ello y rezo: rezo para que los cambios que yo pueda causar en mis alumnos sean siempre positivos y que ellos afirmen su valor como estudiantes y como individuos. [5]

La belleza está aquí
por Betty W. Smith, St. Albans High School
–¡El Shenandoah Valley es hermoso! Hace dos semanas estuve por allí–conduciendo por la I-81–; hacía un tiempo perfecto. A mi lado estaba sentada mi hija, Jill, y volvíamos a casa desde el NIH (National Institutes of Health), viaje que hacemos cada ocho semanas. Jill tiene una enfermedad en la piel, de carácter mortal y progresivo, que necesita de estos viajes para su tratamiento. Aquel mismo día, por la mañana temprano, los médicos me habían dicho que su estado estaba empeorando. Mientras reflexionaba sobre esto al tiempo que conducía, recordé algunos sucesos familiares recientes. Mi padre había muerto tiempo atrás; mi hijo más pequeño, un joven de color que había adoptado, se había casado con una encantadora muchacha caucasiana cuya familia la había prácticamente repudiado y mi madre una víctima de 73 años de la enfermedad de Alzheimer requiere una asistencia absoluta: pañales y alimentación, lo cual se une á la determinación por mi parte, de no llevarla a una residencia sino a mantenerla a mi lado ¡La realidad estaba muy presente! El Shenandoah Valley era hermoso, pero por muchos motivos mi mundo era más bien gris.
Miré a Jill buscando una palabra para definirla, pensando en su vida sabiendo lo especial que era. El mundo parecía algo tremendamente duró en aquel momento, cuando la voz de Jill interrumpió de repente mis pensamientos con una pregunta: «Mami, ¿por qué decidiste ser maestra?». Sobresaltada, le respondí al fastidioso viajero: «¿Por qué pensaste en preguntarme esto?» «¡Oh!, simplemente no me puedo imaginar a mi mamá haciendo otra cosa distinta», fue su respuesta. Aparecieron lágrimas en mis ojos, la miré y sonreí: «Sí, Jill, tienes razón».
Maestra, lo que siempre quise ser–una vocación, un amor–, y de pronto me di cuenta–los rayos de sol hacían resplandecer el valle–de que el mundo era más hermoso. La razón por la que sé afrontar tan bien mi situación en la vida ¡es porque soy maestra! A través de la enseñanza la vida adquiere significado para mí, ¡eres feliz! Así, un momento celebrado del aprendizaje fue provocado por la sencillez de un niño, un viaje lleno de angustia y la toma de conciencia por mi parte de que soy lo que quiero ser, ¡maestra! [6]

Nunca es demasiado tarde
por Bernice Boggess, Sissonvitte High School
–Veinte años de experiencia en la enseñanza y una licenciatura han de suponer un buen nivel en lo referente a la educación. No tenía interés en inscribirme en ninguno de estos cursos de posgraduados junto a las nuevas generaciones de profesores. Mi mente, correspondiente a una persona de edad madura, ya no podía competir con la inteligencia de los jóvenes. Disponía de las suficientes destrezas para cumplir con mis obligaciones como bibliotecaria de una escuela superior. Teniendo en cuenta que no era una profesora de aula, no necesitaba aprender nuevas estrategias de enseñanza. Pero un día mi actitud cambió.
A la hora de comer una colega entró en la biblioteca y reparó en los que estábamos allí, para preguntar a continuación por qué había tantos «inadaptados» que estaban conmigo a aquella hora. Y esa pregunta hizo que yo misma me planteara muchas cuestiones. ¿Podía yo influir en los estudiantes? ¿Podía hacer que su experiencia en la escuela fuera más gratificante?
Cómo podía animarles a encontrar la aceptación y la amistad entre sus compañeros? ¿Tenía yo el entusiasmo necesario para llegar hasta donde se encontraban aquellos adolescentes? Aquellas preguntas revelaron que me había quedado estancada, pero también que no le había sacado todo el jugo a mi condición de profesora.
Y empecé a aprender otra vez, apuntándome a unas clases de posgraduados en las que se enseñaban destrezas de comunicación efectiva y la construcción y mantenimiento de las relaciones personales. En los cursos sobre disciplina cooperativa y aprendizaje cooperativo aprendí técnicas para estimular la autoestima de los alumnos. La Academia de Profesores había rejuvenecido mi mente y mi espíritu.
Cada nuevo año escolar hay estudiantes que vienen a la biblioteca y se sientan solos, sin molestar a nadie. Yo intento comunicarme con ellos proponiéndoles cosas para hacer, felicitándoles por algún trabajo bien hecho, o haciéndoles algún comentario positivo. Y lo que ocurre a menudo es que después de que estos estudiantes han interactuado conmigo, empiezan a interactuar entre ellos. Cuando termina el curso, la mayoría de estos «inadaptados» comparten la mesa con nuevos amigos. Y yo, secretamente, lo celebro con ellos.
A partir del momento de aquella evaluación que yo hice respecto a mi profesión, he llegado a darme cuenta de que el aprendizaje consta de varias etapas, de las cuales la adquisición de conocimiento es sólo un elemento más. Llegar a ser sabio, considerado, y a evaluar el potencial individual es un proceso continuo. Mi rostro ya maduro quizá no lo refleje, pero por dentro mi mente es joven y dice: «Enséñame, para así poder incidir en las vidas de los demás». [7]

Comentarios
Diana Ritenour y Betty Smith tuvieron una vida entera de comprensión y esperanza adquiridas a partir de niños que hacían frente a sus propios infortunios de maneras muy especiales. Tim Merrifield, Janice Nease y Bernice Boggess redescubrieron un aspecto único de sus vidas gracias a sus alumnos. Tim se dio cuenta de que para Joey la independencia significaba que su papel como profesor debía cambiar. Janice descubrió que quizá no se pueden abrir los ojos de un estudiante hasta que éste es ya adulto. Y Bernice vio claro que el aprendizaje es algo que dura toda una vida.
Cada uno de estos relatos acerca de momentos celebrados respecto del aprendizaje reflejan de algún modo las oportunidades que nos rodean y que nos permiten aprender y descubrirnos a nosotros mismos. Los cinco profesores aprendieron de sus alumnos (y, en una de las historias, de una hija) porque eran lo bastante abiertos como para escuchar y observar Para llegar a ser facilitadores del aprendizaje de otros, las personas han de ser primero facilitadoras de su propio aprendizaje.

SER AUTÉNTICO

Permítaseme resumir qué significa para mí encontrar nuestro autentico yo. En primer lugar, se trata de un proceso, de un derrotero, no de algo que se alcance de manera estática. En mi opinión, nadie logra jamás un éxito absoluto en la tarea de encontrar totalmente su auténtico (y siempre cambiante) yo. Este proceso, empero, tiene ciertas características. Las personas dejan de ocultarse detrás de una fachada o apariencia sea que ésta se haya mantenido consciente o inconscientemente. Avanzan hacia un mayor contacto con lo que experimentan en su interior y tratan de comprenderlo mejor. Se enteran de que ese sentir es en extremo complejo y diverso y que se extiende desde los sentimientos salvajes y «alocados» hasta los sensatos y socialmente aprobados. Se encaminan hacia la aceptación de todas las cosas que experimentan, como algo que es posible tener, y de que son personas con esa enorme diversidad de reacciones. Cuantas más reacciones interiores tienen, aceptan y no temen, más pueden percibir las significaciones que éstas poseen para ellas. Cuanto más les pertenece toda esa riqueza interior, más pueden ser apropiadamente sus experiencias. El individuo puede llegar a advertir una necesidad infantil de depender de alguien, de que lo cuiden y protejan. En circunstancias apropiadas puede permitirse ser ese yo aniñado, dependiente. Una mujer puede descubrir que ciertas situaciones le enfadan, y puede expresar con más calma ese enfado cuando sobreviene, en la situación que lo suscita, en lugar de sofocarlo hasta que se descargue abruptamente sobre alguna víctima inocente. Un hombre puede descubrir sentimientos delicados, tiernos y apacibles (cosa especialmente difícil en los hombres) y expresarlos con satisfacción y no con vergüenza. Así, estas personas van ampliando cada vez más el campo de sus sensaciones, actitudes y potencial. Han establecido así una buena relación con lo que ocurre en su interior y comienzan a apreciar todas sus experiencias y a sentirse a gusto con ellas, en lugar de detestarlas y mirarlas con desconfianza. De este modo están cada vez más cerca de encontrar y ser todo lo que en sí mismas son en un determinado momento. Para mí, ésta es la manera como la persona avanza para responder a la pregunta «¿Quién soy yo?».
Quisiera concluir este capítulo con un ejemplo más tomado del curso en que hubo dos grupos de encuentro de fin de semana. En este caso no se trata de lo escrito por un joven, sino de manifestaciones de un hombre que fue profesor, rector de un colegio de enseñanza media y que ha tenido a su cargo una gran responsabilidad administrativa. No obstante lo cual se observa que se hallaba en los primeros tramos de la tarea de encontrarse y ser él mismo. Resulta trágico que haya podido vivir durante más de treinta años sin conocer su yo auténtico, pero su satisfacción a] emprender esa tarea, así como su entusiasmo por entrar en contacto consigo mismo, destacan en sus notas.
Al sentarme en mi escritorio para empezar estos apuntes, siento verdadero entusiasmo. Es ésta una experiencia que jamás había tenido, porque para escribir no tengo que seguir ningún plan, sino que puedo expresar mis pensamientos tal como se suceden. Es casi una sensación de estar flotando, porque no parece importante en realidad cómo pueda reaccionar usted ni nadie en este aspecto a causa de mis pensamientos. Sin embargo, siento a la vez que usted va a aceptarlos como míos, pese a la falta de estilo, de plan y de lenguaje académico... Lo que en realidad me importa es tratar de comunicarme conmigo mismo a fin de poder conocerme mejor.
Lo que en verdad quiero decir es que no escribo para usted ni por la calificación ni tampoco para la clase, sino para mí, y que al respecto me siento perfectamente bien, puesto que eso es algo que antes no me hubiese atrevido a hacer y ni siquiera me lo hubiese propuesto.
Es indudable que me molesta que los demás no piensen bien de mí... Pero me doy cuenta de que en realidad deseo que la gente me estime ahora por lo que yo soy, por lo que verdaderamente soy, no por lo que aparento ser.

EL DESAFÍO

Espero que este capítulo haya abierto una puerta para que eche usted una ojeada a lo que se encuentra después de ella, puerta que conduce a ser enteramente vital en la clase y también a que sea usted mismo con más plenitud. Es probable que haya quienes quieran cerrar esa puerta, porque lo que se halla del otro lado les parece demasiado peligroso, demasiado emotivo, causa de excesivos temores, y porque los caminos que conducen a ello se presentan como muy inciertos y desconocidos. Otros tal vez quieran espiar cautelosamente e intenten dar algunos pasos a manera de ensayo. Y aún habrá otros que piensen: «Esto es lo que yo preciso», y que, por los ejemplos que hemos dado, consideren que pueden encararlo.





[1] Carl R. Rogers, On Becoming a Person (Boston, Houghton Mifflin 1961). [Trad. cast.: El proceso de convertirse en persona, Barcelona, Paidós, 1994.]
[2] Laurie Lisle, Portrait of an Artist: A Biography of Georgia O'Keeffe (Nueva York, Washington Square Press, 1980).
[3] Diana Ritenour, Lessons a Student Taught Me (Manuscrito inédito. 1992).
[4] Tim Merrifield, A Quiet Celebration (Manuscrito inédito, 1992).
[5] Janice Nease, Change Takes Time (Manuscrito inédito, 1992).
[6] Betty W. Smith, The Beauty Is Here (Manuscrito inédito, 1992).
[7] Bernice Boggess, It's Never Too Late (Manuscrito inédito, 1992).

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